HE VUELTO A MI PAÍS
2:12 p.m.Texto escrito por Alfredo Trejos a solicitud del Presidente electo Carlos Alvarado Quesada, para la Transmisión de Poderes. 08 de mayo del 2018.
He vuelto a mi país. Aquella parte de
mí, al menos, que estuvo lejos, cubierta por la mortaja humeante de no saber,
de no creer, ha vuelto. Hoy veo a quienes abarrotan estas calles, estas plazas,
estos parques, en las costuras de siempre de sus ropas; veo a quienes se anudan
los zapatos, temprano en la mañana, como
si se ataran a la piedra del mundo y en todos hay una luz que ya no es la del
simple coral de los taxis, la del periódico al golpear contra la puerta como un
disparo, la del tiquete que mostramos en el tren y significa que hemos
adquirido apenas los kilómetros del día. Veo la luz de otra hora. La nuestra. Y
entonces mi país, este que veo, ya no es el saco de café que suda frío en la
bodega del barco, ya no es la destartalada imagen de nosotros en la fila hacia
el estetoscopio, hacia el estadio de fútbol, hacia la luna. Algo hemos de haber
hecho bien. Un poco mejor, tal vez, ahora que cilindros de papel moneda suelen
rodar hacia los altares como si algún tipo de magnetismo los llamara, ahora que
la sangre se retira a hacer sus cuentas, su ruinosa contaduría de glóbulos y
desempleo, ahora que a los postes del alumbrado -esos mástiles de concreto que
llevan a las aceras que nos llevan- da la impresión que les crece alguna clase
de electricidad que nos arrebata los sombreros, alguna forma de corriente a la
que están conectados casi todos los comedores y las cocinas de la tierra.
Hoy
que casi todo viene a ser una silla eléctrica, algo hemos de haber hecho bien.
Estamos aquí. La avenida central baja su marcha, casi se detiene junto a las
grandes alacenas del pasado; pareciera cambiar su rumbo y cortar en dos los
bancos y las asambleas como si buscara respuestas en los manicomios. La avenida
segunda, como una colada de perfume espeso, viene del hospital con noticias de
los quirófanos: nos hemos salvado. El cincel removió la cruz de aceite. Vamos a
poder tomar otra vez el sol en nuestro patio, a acariciar el lomo de nuestro
perro, a leer nuestro libro, a dormir nuestra siesta. Vamos a besar la boca de
quien nos besa así como quien confía en su paraguas durante los temporales,
como quien se opone a la canción de su verdugo, como quien se roba a sí mismo un
minuto al pie de su cama para sonreír. Porque nos hemos dado un beso en la
frente al saludarnos y hemos guardado las tijeras bajo el mantel para comer el
pan sin que nos ladren.
La
noche por muy poco se queda. Una noche que vino de espaldas arrastrando
cascabeles de ladrillo, dándose contra los muros como un juguete de lata. Pero
el equipaje de la noche estaba junto a la puerta y fue lanzado a la corriente
de la historia con una lista de pecados contra el tiempo que son los únicos
imperdonables. Que no vuelva. Si yo he vuelto a sentir a mi país es porque existe, porque su mapa de rebaños y
celajes sigue en su sitio aunque lo sobrevuelen los yunques de siempre: el
yunque de los tristes, el de los solos, el de los pobres. El yunque de los
desafortunados. Las herramientas de un dolor que poco a poco veremos caer al
mar.
La
ilusión de ver un día en su complejidad y en su sencillez parece haber llegado
cantando. Un día en que el alfarero cocine sus tinajas junto a quien espera a
que sus panes se doren en salud envidiable. Un día en que el pescador dibuje un
círculo en el agua y de este salte un buey a la mesa de los niños. Un día en
que el agricultor madrugue como nunca y are su parcela con las páginas del más
sagrado de los libros y de aquellos terrones salten grandes atunes a la vajilla
desechable que al fin y al cabo es todas las vajillas. Un día a partir de hoy,
un día de muchos días. Un largo desfile de banderas con cada uno de nosotros en
el nervio que activa el corazón. ¿Por qué no pensar que hoy en mi país las
chimeneas expulsan el humo del trabajo, la ceniza blanca de las canciones de
cuna, el vapor de las bodas, el bullicio de las fiestas, el llanto feliz de los
bautizos, los himnos de los funerales, sin que nadie vea latigazos en el cielo,
sombras en la tierra?
Vi
el dedo de la libertad asomarse por entre los tejidos de mi propia carne y supe
que ya podía volver a mi país. Estuve tan lejos en mi propia casa, en mis
asuntos, ante cierto óxido invernal que devoraba las promesas, la vida misma. Llegué
a pensar, incluso, en quedarme bajo llave, jugando un ajedrez eterno de conchas
y candados a la luz del quemador de la cocina. Por un momento, por varios
momentos, temí por lo que veo en las montañas al amanecer: el cinturón de nubes
lleno de gotas de agua, cada una tan grande como una piedra de molino, el campo
fértil, los pastizales, el tórax de los invernaderos que se llena y se vacía a
cada instante en la vida de los frutos. Di media vuelta y me senté como quien
sabe una gran verdad pero ha perdido el don del habla y la escritura. Flaquee,
pero muy pronto llegaron los domingos. Madrugué junto a muchos cuya cárcel
también comenzó a venirse abajo y encontré a la vuelta de la esquina un papel
con el nombre de mi país, con su dibujo. Y entonces, todo fue cosa de escribir
mi nombre junto al suyo.
El
corazón de esta ciudad está lleno de lugares y de nombres, de momentos y de
pasos que se multiplican cada vez que alguien pregunta dónde escondimos nuestro
ejército, dónde están los retratos de nuestros dictadores, dónde están las
fosas comunes de nuestras guerras, qué hicimos con los palacios en la cima de
nuestro dolor. Y la respuesta que doy yo se parece a la del sastre y la del
sastre es casi igual a la del carnicero: están en una página lacrada que ya no
se abrirá. Para muestra, el Cuartel Bellavista, desde el que voló un último
disparo cierto día que ya nadie recuerda. Si proyectamos alguna vez una mala
sombra ya debe estar en los archivos bajo un pisapapeles de adobe. Si alguna
vez caímos boca abajo sobre los almanaques, incrustándonos una ceguera de
tiempo en ambos ojos, nos levantamos con la marea de las cosas, con los
altavoces de las fábricas y de los libros, con las sirenas de los barcos que
cruzaron estas angosturas.
Hoy
me detengo frente a los escaparates buscando una corbata que combine con estas
horas. Un simple trozo de tela que señale al sol en el marco de la ventana y
que sirva a la vez para limpiar los bodegones empolvados que, aquí y allá, un
día aparecieron en las esquinas de mi país. No quiero entonces una prenda:
quiero un instrumento. Salí a la calle a buscar una corbata como quien busca un
serrucho. La verdad, no tengo prisa. Ahora es cuando mejor nos hace salir a
caminar y ver cómo somos por dentro. Se nos ha tomado una foto grupal, una
radiografía en masa: pudimos ver, por fin, desde los estragos de ese golpe que
nos dimos hace mucho al caer de la bicicleta hasta la mancha de miedo que nos
quedó bajo la piel apenas ayer al tomar una bocanada de patria. Pero hoy me
detengo frente a las canastas del mercado: termino por comprar un poco de
fruta, la seca cebolla del almuerzo futuro, la amplia tortilla en la que caben
las manos de la mujer que amo junto a mis manos. Hay cosas que usaré tan solo
una o dos veces en la vida (los elevadores, la paciencia, la corbata) pero la
felicidad —estoy seguro— no es una de
ellas. Hoy lo sé.
He
vuelto a mí país. Pensándolo mejor, tal vez mi país es el que ha vuelto. Estuvo
un segundo en la niebla: lo suficiente para pensar en la compleja eternidad de
mi casa, en la voz de los amigos disgustados con el mundo, en la entrecortada
verdad de lo que somos. Yo de aquí me iré a asegurar el mapa de mi país a la
corteza terrestre con un clavo tallado en la madera de este día.
Alfredo Trejos. Abril de 2018.
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